En mi anterior entrega anuncié que debía desalojar la pensión donde dormía y así lo hice, con la intención de tomar un autobús a Barcelona pero antes quise asegurarme de dejar hecho mi trabajo, es decir, escribir la nota del día y la crónica de viaje para que se publicaran en El Mañana, el diario en el que laboro (según creo, si no es que ya me han remplazado). Entonces, pensé en ir a cualquier lugar donde pudiera sentarme a redactar como un restaurante o cafetería, solo que había un problema: ya no traía euros. Recuerdo que unas horas antes de marcharme de Matamoros, Delia Arellano me llamó para entregarme 200 dólares que ella reunió con la cooperación de mis colegas Jesús Cruz Medrano y de Joaquín Peña, a quienes les va todo mi agradecimiento desde aquí, para que yo contara con algo de dinero extra si lo necesitaba. Y bueno, he de confesar que esa era la misma cantidad que me advirtieron en la agencia de viajes que debía pagar si pretendía adelantar o demorar la fecha de mi vuelo de regreso. En un momento estuve dispuesta a pagarlos y evitarme seguir peregrinando por España, mandar todo al diablo y no tener necesidad de seguir gastando hasta cumplir el tiempo que me autoimpuse a resistir, que era de dos semanas como mínimo, porque de verdad, no sabía que me esperaba. Ahora sé que Madrid no me gustó, es muy hermosa la ciudad pero no su gente ni su ritmo de vida y ya desesperada quise abortar este proyecto llamado “Europrueba”, pero… debo retomar el tema de los euros para explicar lo siguiente. Mi penúltima alternativa de subsistencia era cambiar la moneda americana por la europea, pero no quise hacerlo en bancos porque cobran muy altas comisiones, así que pensé ir hasta el aeropuerto, donde no se aplica ese cargo. Ya rumbo a la terminal aérea me entró la tentación de mejor adelantar mi retorno a México, lo cual no puede hacer, ya que mi aerolínea no tenía operaciones a esa hora, sino hasta el día siguiente. Es pertinente aclarar que para esto, yo había andado ya todo el día con la maleta en rastra y hasta me di el lujo de ir al museo Del Prado a ver una exposición de Goya.
No tuve más opción que aferrarme a mi última posibilidad de subsistencia, la de resignarme a quedarme aquí con muy poco dinero para los siguientes días. Ya se había hecho bastante tarde. Me senté a escribir en mi computadora portátil dentro del aeropuerto, pero ahí no había señales de internet disponibles, así que luego regresé al centro de la ciudad y se presentaron otras dificultades que alargarían demasiado este relato si las detallara. Finalmente pude enviar mi información cerca de la media noche, hasta ese momento creí conveniente renunciar a Barcelona, pues el último camión salía a las 12 de la media noche. Me puse a buscar un sitio para dormir, sin éxito, todas las habitaciones individuales en hostales ocupadas, las dobles muy caras y los hoteles aún más caros. De súbito decidí hacer el último intento por salir de esa enorme ciudad, en los 15 minutos que quedaban de servicio del Metro antes de que cerrara. Conseguí llegar hasta dos estaciones antes de la terminal América, después caminé sobre 40 minutos a dos grados centígrados de temperatura. Entré justo cuando empezaron a cerrar, sacaron a todos los que estaban dentro, ahí no se puede dormir como en las centrales camioneras de México, me quedé en la banqueta a esperar hasta que abrieran porque no tenía a dónde ir. Por si fuera poco, ahí mismo me empezaron a salir muchas ronchas, que más tarde identifiqué como una alergia de inexplicable origen. Lo bueno fue que con todo y la comezón, me subí al autocar, abandoné Madrid a las seis de la mañana y llegué a Barcelona al medio día, y ya estando aquí todo cambió de color.